Hay veces en las que me olvido de que soy un empresario y me dedico a trabajar, como cualquiera en cualquier empresa, soportando los caprichos de los clientes y olvidándome de todo lo demás. En el fondo puse la empresa para poder evitar las arbitrariedades de un jefe que, generalmente, no estaba capacitado para dirigir equipos de trabajo más que para cualquier otra cosa, cosa que igualmente podría hacer yo.
Sin embargo, no es lo mismo ser jefe que ser empresario. He tenido que hacer las entrevistas de trabajo a todos mis empleados y, generalmente, he acertado al contratarlos. La mayoría son excelentes profesionales y muy entusiastas en su trabajo. Tengo que reconocer que no les pago demasiado, pero las condiciones que les ofrezco nada tienen que ver con lo que se vive en una gran consultora o una carnicera al por mayor… En fin, que considero que la empresa es el conjunto de gente que está comprometida con ella y ese es nuestro único capital real (porque del otro ya no nos queda nada, todo hay que decirlo).
Hay momentos, como empresario, que desearía no tener que pasar. A parte del momento en que saco la calculadora para ver si hay dinero en la cuenta para pagar las nóminas y los impuestos, es algo terriblemente complicado para mi tener que despedir a alguien. Solo lo he hecho cuando la supervivencia misma de la empresa dependía de ello y he intentado evitarlo a toda costa en cualquier otra circunstancia… Aunque alguna vez he deseado no tener tantos escrúpulos.
Toda esta introducción viene, sirvame de descargo, provocada por una reclamación que he recibido por un ex trabajador de mi empresa que se empeña en cobrar atrasos de convenio (se acaba de firmar un nuevo convenio tic que sustituye al de 2006) año y medio después de que abandonase la empresa. No voy a entrar en el tema de si es legal o no, o de si finalmente tendremos que pagárselos, pero si os contaré una de las historias amargas de mi vida como empresario.
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